UNA AVENTURA EN LA BUSQUEDADEL CONOCIMIENTO ANCESTRAL
(Primera parte)
Desde hace más de diez años, me había negado sistemáticamente a la posibilidad de participar en una ceremonia de yagé; en ese tiempo tuve la valiosa oportunidad de visitar el alto y medio Putumayo, en esos maravillosos lugares de la Amazonía, me acerqué a la cultura de los kofanes, sionas, kamentazá e ingá, de igual forma empecé a valorar su enorme conocimiento; no obstante de manera absurda y basada en “preconceptos” o tal vez “prejuicios”, nunca quise asistir y acercarme vivencialmente a una toma de la “Ayahuasca” mejor conocida como “Yagé”, una bebida “espiritual” basada en la cocción de bejucos del bajo Putumayo, utilizada desde tiempos milenarios por las comunidades indígenas de esa región de Colombia y de la región amazónica del Ecuador, Perú y Brazil; quienes las emplean para entrar en contacto con el mundo místico y del conocimiento, basados en su relación con la naturaleza y su inconmensurable “sabiduría”.
No obstante mi negativa a tomar la bebida “sagrada”, seguía fascinado con el conocimiento ancestral de las comunidades milenarias de la región sur de Colombia, en ese lapso de tiempo tuve la fortuna de nutrirme de la instrucción contenida en varios libros, que pasaron por mis manos y en particular de uno, que me demostró y desnudó con belleza incomparable mi “absurda ignorancia”; ese maravilloso relato se llama “El Río” del antropólogo, biólogo y doctor en Etnobotánica de la Harvard el canadiense Wade Davis; quién con insuperable prosa narra las aventuras de un apasionante viaje por Colombia y en especial por la Amazonía de su profesor Richard Evans Schultes, quien se desempeñó hasta su muerte como director del Museo Botánico de la Harvard, este científico vivió 12 años en Colombia (1941-1953) explorando ríos, recolectando plantas y especies desconocidas para la cultura occidental; así como evaluando el conocimiento y conviviendo con varias comunidades indígenas.
En “El Río”, Davis también relata sus propias aventuras por Colombia, Ecuador, Venezuela, Brazil, Perú y Bolivia y las de su tutor de la Universidad (Harvard) el también canadiense Tim Plowman, quienes fueron enviados por Schultes treinta y tres (33) años después, (1974-1975) para que siguiendo sus recorridos e instrucciones terminaran su investigación, relacionada con los secretos botánicos de las plantas ancestrales, en especial de la coca y el yagé entre otras especies rituales, que las culturas ancestrales de Suramérica conocen y han preservado como fuente de alimento y sabiduría; mismas que han sido injustamente vilipendiadas por nuestra sociedad mercantil que las ha “estigmatizado”. Como si lo anterior ya de por sí no fuera extraordinario, «El río» es una obra que también nos invita a reflexionar sobre la historia y la cultura de América; a valorar y respetar el conocimiento de los pueblos indígenas, ya que analiza el mismo con respeto y se adentra en los tesoros vegetales contenidos en la profundidad de nuestra selva.
De manera específica Wade Davis, en el texto mencionado nos narra magistralmente su experiencia con el Yagé: “El collar que usa el taita es el sonido de la selva, las plumas pintan las visiones, las piedras de vidrio son frutas de la selva que vienen del cielo y el abanico es el espíritu waira sacha es la brocha del viento y con ella lo limpia todo”…… “las canciones liberan lo salvaje, rebullendo todas las cosas para que pueda alejar el mal con el abanico”… ………. “Siguió cantando y cantando olvidando el paso del tiempo, cuando por fin terminó, se inclinó sobre el yagé y sopló una sola vez sobre la superficie…hizo la señal de la santa cruz y dijo una oración más dirigiéndose repetidamente a la planta con su nombre quechua “Ayahuasca” o la enredadera del alma”…… Al final de la experiencia Davis recuerda a su profesor y dice: “…..sin duda como lo había expresado Richard Evans Schultes, el yagé tenía poder; comprender y tal vez experimentar incluso más de ese potencial exige varios viajes hacia la profundidad de la selva amazónica y su inmenso conocimiento ancestral”.
Davis también nos recuerda en su libro, que desde los primeros viajes de Richard Evans Schultes a la zona montañosa y del piedemonte oriental en el sureste de Colombia, en territorio de los kofanes, sionas, kamsá e inga el científico se interesó y documentó de forma prolija la forma como empleaban los curanderos las plantas que aplicaban en sus rituales, uno de los descubrimientos más importantes fue el “yagé, una bebida sagrada” apreciada por las comunidades del Amazonas. Según este científico este vegetal (bejuco) es considerado vital por los grupos indígenas del alto, medio y bajo Putumayo, representa al jaguar, es un “remedio” mágico capaz de liberar el alma y permitir la comunicación con los ancestros y con los espíritus de los animales.
Toda esa información expresada por investigadores de una de las universidades más prestigiosas del mundo, rindió por fin mis “estúpidos prejuicios” y desnudaron mi inconmensurable ignorancia, con toda esa evidencia abrumadora complementada con las conversaciones con dos amigos especiales para mi vida, un zootecnista (Juan Bosco) con prácticas del yagé desde hace 20 años y dedicado a la sanación por medio del uso de la técnica ancestral de la acupuntura y un médico integral que ha orientado su práctica profesional hacia acciones holísticas, me decidí aunque el “miedo” y dudas persistían, concurrí a una ceremonia de “YAGÉ”; el calendario marcaba que era viernes 15 de septiembre de 2023.
Finalmente a esa aventura en la búsqueda del conocimiento ancestral, me acompañaron los dos cómplices antes descritos, mi hijo Andrés Felipe quién llevó a un amigo y tres personas que no conocía quienes se nos unieron en el lugar de la ceremonia en la noche; a ellos los había invitado también Juan Bosco, a quién con cariño llamaré en este relato el “sanador”; ya que fue la persona que más me insistía en que tenía que atreverme a ir a una sesión con la planta sagrada, además que tenía contacto directo con las comunidades sionas y kofanes, que por toda la información escrita que había revisado, tenían toda la erudición para que esta experiencia fuera muy especial. Partimos de Pasto (Nariño) a las 4:30 pm y nos enrumbamos hacia el corregimiento de El Encano, donde se encuentra el fascinante Lago Guamues mejor conocido como “La Cocha” por su connotación quechua, que significa cuerpo de agua; llegamos a las 5:10 pm al Chalet Guamues, lugar en el cual abandonamos el carro y nos dirigimos al embarcadero.
Allí ya nos estaba esperando Harold nuestro lanchero quién nos dio la bienvenida, subimos rápidamente al bote cinco (5) personas de las cuales solo una (1) tenía experiencia con el yagé, empezó nuestro viaje hacia la vereda de Santa Teresita ubicada en la parte sur oriente del lago; la navegación fue un presagio de cómo sería la experiencia, ya que la misteriosa “Cocha” estaba más hermosa que de costumbre, la caída del sol de la tarde generaba un brillo “alucinante” sobre el espejo de agua, la temperatura era muy agradable esto es, no hacía frío ni calor; la sensación térmica a pesar de la hora (5:30 pm) era muy agradable y equilibrada; sumado a lo anterior no había oleaje y el bote parecía flotar sobre la superficie sin encontrar obstáculos, finalmente a las 6:00 pm después de un recorrido seductor llegamos a nuestro destino, tomamos un canal de acceso y arribamos a un muelle rustico, lugar en el cual desembarcamos felices y dispuestos a vivir la ansiada experiencia.
Nos recibieron cuatro (4) perros, que cuidaban el acceso a un sendero que nos conduciría a nuestro destino; estos parecían estar esperándonos, nos recibieron con alegría moviendo sus colas, incluyendo un gigantesco ejemplar de pelo negro que parecía un Fila Brasileño que se mostraba muy dócil; desde allí se observaba “la isla larga”, lugar en el cual está ubicada una fantástica reserva campesina que tiene el nombre de una canción: “Pescador, lucero y río”, administrada por mi amigo Gilberto Josa un guía turístico certificado quién recibe a los turistas con coplas y canciones; este lugar colinda con otra reserva, cuyo nombre describe magistralmente los paisajes circundantes, ya que se denomina: “Encanto Andino”, de propiedad de Conchita Matabanchoy una sabia mujer campesina, cuya dulzura compite con el canto de los pájaros y colibríes que siempre la acompañan.
Tomamos un sendero con una pendiente muy suave, trazado casi en línea recta que subía hacia nuestro destino final; luego de una agradable caminata de unos veinte (20) minutos llegamos a una hermosa casa campesina; ya eran las seis y treinta de la tarde (6.30 pm); allí nos esperaba un hombre joven de unos treinta y cinco (35) años que se llamaba Alfonso, quién nos saludó con afecto, nos indicó algunos sectores aledaños y nos orientó hacía un cobertizo en el cual se celebraría más tarde la ceremonia del yagé. En un principio me “desencante” de nuestro anfitrión, ya que por las indicaciones que había hecho mi amigo el “sanador” (Juan Bosco), entendí que era un “taita” de la etnia “Siona” que en la noche orientaría el ritual del “Yagé”; yo me lo imaginaba de más edad y por supuesto volvieron aflorar mis “prevenciones”; pensaba que una persona de tan corta edad no tenía “el conocimiento” que se requería para ese rito tan especial y místico.
A renglón seguido Alfonso nos llevó al sitio de la ceremonia, lugar en el cual mi “desilusión” siguió creciendo, ya que no era una maloca indígena como yo esperaba, sino una especie de “cambuche,” construido con una armazón de madera y forrada con plástico verde y en algunos sectores de color negro, que no estaba cerrado totalmente en el nivel superior y para colmo no tenía puerta; empecé a especular con el frío, el viento y la lluvia que íbamos a sentir; no obstante que había llevado como todos, una cobija térmica con la cual pasaría la noche, iba vestido con una chaqueta impermeable gruesa, debajo de ella una chaqueta de material polar y otra capa con un buzo del mismo tejido y una camiseta, la parte inferior estaba protegida con un pantalón cómodo y debajo de este otro que hacía las veces de un calzoncillo largo hasta los tobillos y tenía unas botas de cuero marrón y completaban mi vestimenta un gorro de lana y un cuello extendible del mismo material que me calentaba hasta las orejas.
En ese intervalo de tiempo (6:30 pm a 8:30 pm), Harold (El lanchero) regresó, él había salido hacia la vereda El Puerto (corregimiento de El Encano), después de dejarnos con el Taita (Alfonso), llegó con otras tres personas conocidas de Juan (El Sanador) que faltaban para completar el grupo de ocho ( que habíamos acordado para realizar la ceremonia; arribaron cerca de las 8:30 de la noche; luego de las presentaciones de rigor, empezamos a conversar como si ya fuéramos conocidos de “vieja data”; debo aclarar qué ; el boga era hermano de Alfonso y desde que lo vi tampoco me inspiró confianza, es más la impresión que me dejó me asustaba; pero esa sensación se había empezado a desvanecer con el recorrido en lancha como ya conté, en ese espectacular viaje por el lago y ese sentimiento de “miedo” poco a poco se fue transformando en “confianza”.
A medida que avanzaba la noche y se acercaba la hora de la “toma”, me dediqué como un “niño” que quiere aprenderlo todo, a preguntarles al taita Alfonso y a su hermano Harold que también estaría presente en el “rito ancestral”; ellos con una paciencia infinita me absolvieron todas mis “dudas” y a medida que avanzaba el “parloteo” y fundamentalmente cuando me explicaron que desde edad muy temprana (2 o 3 años), caminaban por la selva con su abuelo; él les iba describiendo todo lo que veían, escuchaban o sentían; les decía que se podía comer o beber y que no, que ave cantaba o que animal estaba cerca, donde se debía pisar y donde no; les decía cuando parar y cuando seguir, en qué lugar deberían reposar, cuando avanzar y dónde construir un cambuche para pasar la noche y estar atentos a todos los sonidos que indicaban peligro o calma; como evitar las picaduras de los insectos y de otras especies más peligrosas; en fin les enseñó todo aquello que necesitaban saber para sobrevivir en un medio de un complejo pero portentoso “paraíso”.
Me contaron Alfonso y Harold, que eran de la etnia Siona del bajo Putumayo, tuvieron la “fortuna” de conocer de forma “viva” y presencial todos los secretos para sobrevivir en la jungla y de esa forma “fascinante”, guardar en su memoria un inmenso conocimiento ancestral, que la madre naturaleza brinda a todos aquellos que se atreven a vivir en paz en ella. Toda esa vivencia que escuché más la suavidad de sus miradas y el susurro de sus voces, desvanecieron mis “prevenciones y preconceptos” como por arte de la magia de las vivencias y palabras; empecé a alucinar con su sencilla “sabiduría”. Esta conversación ya me había calentado el alma y eso que yo no estaba cerca a los “braceros”; la noche seguía su curso eran las 9.30 de la noche, se sentía una pertinaz llovizna y el viento se presentaba con sus susurros, que parecían querer arrancar la cubierta de nuestro refugio y a mi eso ya no me asustaba, por el contrario, empecé a entender lo que querían decirme la lluvia y el viento.
Esta historia continuará………………..
Escrito por: Jesús Cabrera